Tuesday, May 12, 2009

EL SALVADOR: UN PERIODISTA EN LA PRESIDENCIA


UN PERIODISTA EN LA PRESIDENCIA DE EL SALVADOR
El triunfo de un pueblo organizado
Por Nicolás Doljanin (*)
El triunfo del periodista Mauricio Funes en El Salvador es el resultado de unas cuantas excepciones salvadoreñas y de ninguna otra casualidad.

Los pasos previos: tres generaciones de organizadores populares ensayan sacrificios y errores habituales entre la política y las armas y, desbordados algunas veces por la tragedia, consiguieron sortear obstáculos genocidas dentro de un territorio exiguo, torciéndole el brazo a la oligarquía y al imperio.
Las comparaciones que se hacen con las FARC colombianas deberían recordar que el partido que llevó a Mauricio Funes a las elecciones contaba desde las guerrillas su reconocimiento internacional como “fuerzas políticas representativas”. Una propuesta similar casi lleva a Hugo Chávez a la hoguera. El FMLN consiguió obtener la valiente Declaración Mexicano – Francesa de 1982 y es casi seguro que el líder panameño Omar Torrijos pagó con su vida el respaldo militante a la misma; tuvieron que trascurrir diez años con guerra de por medio, antes de ser obtenida la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.
Entretanto, la revocación de un siglo casi entero de dictaduras en la cuna popular de la primera independencia Centroamericana, se llevó 75 mil vidas. Los salvadoreños lograron instituir, mediante la victoria de Mauricio Funes, una continuidad sorprendente, gracias a consumir el largo tiempo de la dictadura en lo que mejor les sale desde siempre: organizarse; hasta disponer de frentes sociales permanentes, y lograron arraigarlos alrededor de claves de construcción política propia.
Esta es la primera de estas excepciones dentro de la luctuosa historia de los pueblos latinoamericanos. Las izquierdas, que acostumbran ver fácil la paja en el ojo ajeno, deberían tomar nota.
La unidad del campo popular ha sido la primera, inédita, de las conquistas de nuestros hermanos centroamericanos: Una exigencia de abajo hacia arriba impuesta al ritmo de las calles, de los montes y de multitudes, y generada dentro del proyecto revolucionario. Claro, entendernos con tal anomalía después de la caída del socialismo soviético, exige recurrir a cierto concepto, para cuya vigencia entre los periodistas del mundo, cabe aclararlo, existe uno: Fidel Castro Ruz, invariablemente fiel a su sentido trans – histórico originario: La lucha de masas.

Los pobres más pobres del mundo
La segunda particularidad de “los guanacos” es más acotada. La construcción social de la candidatura presidencial del FMLN se tuvo que desarrollar en medio de la selva mediática neoliberal de los años 90, con todo el viento en contra, en un país donde demasiados pocos lo poseen todo; le puso la proa mediante el ejercicio de la comunicación pública, como resultado de un proceso, en apariencia paralelo, de refundación del periodismo profesional, que dos décadas atrás había partido prácticamente de la intemperie.
La particularidad de Funes no es la de ser un periodista – también lo fue alguna vez su predecesor de ARENA, Tony Saca, en al ámbito “Deportes” durante la guerra de los doce años – sino la de haber llegado a ser, unánimemente considerado, el periodista más popular y respetado de El Salvador.
La sintonía crítica que Funes suscitaba en las amplias audiencias salvadoreñas, cabe así buscarla, no solamente en su formación, que la tiene y buena, sino mientras participaba en ciertas homilías dominicales, durante aquella revolución en la radiodifusión, que produjo el Arzobispo mártir Oscar Arnulfo Romero durante la segunda mitad de los años Setenta.
A unos militantes comunistas inusuales en el universo pecé, los salvadoreños amalgaman una secuencia de excepcionales jesuítas y, además, un absolutamente inédito obispo dentro de los anales bimilenarios de la Iglesia Católica, dialogando a la par de los humildes.
También se puede remontar el espinel dentro de las radios insurgentes durante la guerra popular, allí donde el irreverente genio de los paisanos de Roque Dalton, mantenía encendidos sus anhelos secretos.
En la tarea de decenas de profesionales, nacionales y extranjeros durante los años Ochenta, que rompieron el cerco informativo de la dictadura militar; a todos ellos recordaba el veterano compañero Alberto Barrera (http://www.raices.com.sv/) mientras estaba todavía en el aire la algarabía popular de esta victoria largamente esperada.
El Ejército salvadoreño se llevó en aquellas circunstancias las vidas de Roberto Navas, salvadoreño y del holandés John Hoagland. La de Mauricio Pineda, de Canal 12 y la del holandés Cornel Lagrow. La cámara del chileno Carlos Cruz Vera dejó registrado el balazo que cortó su propia vida. Los holandeses Koos Koster, Hans Ter Laag, Johannes Willemson y Jan Kuiper, fueron emboscados y asesinados en un camino de Chalatenango.
Las estadísticas totalizan 17 periodistas asesinados y uno desaparecido. Y el contexto histórico de estas cifras nos obliga a una primera conclusión: Tal vez ninguno de nuestros pueblos se impuso tantos sacrificios y pagó con tantas vidas el implante neoliberal de las políticas públicas, inaugurado mediante el dictador chileno Augusto Pinochet, allá por septiembre de 1973.
Correlativamente, los salvadoreños contaban, ya por entonces, con el movimiento de masas, sindicatos, campesinos y capas medias, de mayores alcances que se haya tenido de este lado del planeta. En Argentina ya eran conocidos por su solidaridad cuando la masacre de Trelew de 1972.
Los salvadoreños desconocieron olímpicamente “el foquismo”. Una sola de las organizaciones de masas del FMLN – el Bloque Popular Revolucionario – contaba aproximadamente con el 10% de la población del país – 5 millones de habitantes entonces – organizada en sus distintas estructuras, la más compleja ingeniería del sujeto – masas que se haya (des) conocido; pues los manuales nunca han sido su fuerte, y la discusión teórica generalmente era sobrepasada por los hechos, crudos, duros, irreparables.
Y siempre con la segunda embajada norteamericana en importancia durante el último tramo de la guerra fría, instalada en San Salvador. Podríamos afirmarlo: Las democracias latinoamericanas en su conjunto, a nadie le deben tanto como al FMLN y a la firma de los Acuerdos de Paz por una fuerza que no había sido vencida por las armas. En 1992 se quebró por obra de la voluntad de los pueblos el respaldo de los norteamericanos al terrorismo de Estado.
De modo que la victoria de Funes, el pasado 15 de marzo, - y no las declaraciones del premier Gerald Brown durante la Cumbre G -20 de Londres – debe considerarse la digna lápida del Consenso de Washington.Y a la vez, un hecho de incalculable justicia poética entre los pobres de la tierra.

La rosa y las espinas
La derecha y el poder económico de la oligarquía, quisieron ver en la candidatura de Funes una desición oportunista del partido opositor y se equivocaron otra vez. La crítica de derecha se dejó llevar, en medio de su crisis política, de sus propios fanstasmas de clase y confió demasiado en resentimientos y defecciones desprendidos de la lucha de masas durante los diecinueve densos años que gobernó ARENA (el partido de los escuadrones de la muerte), pero la candidatura de Funes fue la más sabia de las decisiones que el principal partido de oposición, podría haber tomado revisitando su propia historia, y sin necesidad de acudir a las estadísticas de imagen.
Y algo no menos notable. El FMLN tampoco tuvo necesidad de refugiarse en ninguna alianza pre – electoral contranatura, que como tales aquejan el ritmo de varios gobiernos semejantes en el área. Esto se explica solamente por el largo, sinuoso y doloroso aprendizaje del FMLN y las organizaciones sociales.
La guerra macabea que al FMLN se vio obligado a desarrollar lo había mantenido unido, pero la posguerra, la suma de defecciones personales y capitulaciones ideológicas en parte de su comando, lograron incinerar en la hoguera de las vanidades a muchos que habían ostentado el rango de “comandante”. Sin embargo, el solapado veto norteamericano, la perversidad discursiva del poder económico y la utopía revolucionaria inconclusa sumados, tampoco consiguieron perforar el poderoso bloque social del FMLN durante los infames años Noventa.
Es preciso tomar en cuenta que incluso situaciones mucho más delicadas, que un par de deserciones y otro tanto de nuevos ricos creados en el roce y la bienvenida alfombrada por parte de los antiguos enemigos, siempre listos a cooptar “cerebros” y supuestos “referentes”, tampoco habían conseguido enajenar las bases sociales del FMLN. El estallido del odio sectario en la comandancia de las FPL en 1983, el asesinato de su segunda comandante, la profesora Mélida Anaya Montes, comandante “Ana María” y el suicidio posterior de su fundador, el obrero panadero Salvador Cayetano Carpio, comandante “Marcial”, hubiese significado el final de cualquier otra guerrilla.
Eran dos revolucionarios entrañables de las FPL en el FMLN, y su carisma emergía desde la clandestinidad a las multitudes sin escalas. El asesinato de dirigentes legales de primera línea en plena conferencia de prensa estaba a la orden del día entonces. Más allá del suicidio adoptado por Carpio ante exigencias que consideró inaceptables( ) y de sus traumáticas consecuencias, la historia subsiguiente basta para demostrar la solidez histórica de la arquitectura social insurgente, y el buen trabajo de ambos en base a principios ciertos.
Existieron fuertes presiones sobre la guerrilla de los “monjes rojos”, tal como se los motejó en los rincones lúdicos de La Habana, durante los años ´60 y ´70. Las efes contaban con el mayor arraigo colectivo y su membresía no se hallaba dispuesta a abandonar su proyecto: la alianza obrero – campesina y de capas medias, al interior de El Salvador y Centroamérica.
Embates del imperio mediante, eso desvelaba. Las cancillerías, desde Moscú hasta Managua, y pasando por todas las socialdemocracias de la época, - con las excepciones de Suecia y tal vez Francia, se inquietaban. Puestos ante la encrucijada, Carpio estaba dispuesto a dejar su cargo en la coordinación del FMLN y reingresar a los frentes. Y Montes mantenía una preocupación, más que justificada, en la brutal asimetría de medios y el riesgo de un aislamiento político sectario.
El cisma entre ambos detonó en algo muy parecido, tal vez, a eso que un teórico francés (René Girard) denomina “crisis mimética”. La condena moral del suicida por los demás comandantes de su organización, los llevó a la convicción sobre su responsabilidad en el crimen; la mayor parte de la membresía se desayunaba recién acerca de la existencia de diferencias. Existe una carta y un testamento del muerto, pero la abismal perplejidad de unos y de otros, dejaría a todos una preciosa lección: En el otro lo que vemos es un rostro y a un semejante; y no un compendio abstracto de moral y de contextura.
Los enfoques de ambos no eran excluyentes por principio. Es posible conjeturar que el curso orgánico de las diferencias hubiese incluso enriquecido sus resultados. Pero lo que nadie, ni siquiera sus enemigos, se esperaba, sucedió con la lógica sobrecogedora de los hechos consumados. No faltó el obsecuente sectario que no vaciló en pasar al acto y, - valiéndose del aura legendaria de su jefe y con tal de no seguirlo en su retorno a los frentes - , dispuso el asesinato de la segunda comandante, mediante una despiadada exhibición esquizofrénica de crueldad.
Actualmente, las memorias de Mélida Anaya Montes y Salvador Cayetano Carpio se honran a la par de miles de mártires y, en consecuencia, todo el alcance de la teoría de Girard cabría acotarlo dentro de la razonable duda acerca de si ambos llegaron a entender eso mismo: que el carisma era de los dos y no de uno solo de los dos.Lo cierto es que la insurrección popular quedó allí mismo hipotecada. Y no solo eso. La prolongación indeterminada de la guerra se sobrepondría, de ahí en más, con toda su carga de inhumanidad y aplastamiento político, encima de las farsas de diálogo y “elecciones” que el gobierno del democristiano Napoleón Duarte (1984 – 1989) apadrinado por Ronald Reagan, llevara a cabo durante los años Ochenta con descaro irritante y despilfarro de ayuda militar, imperdonables a la luz de los mismos resultados.
Los caudales electorales que le permitían a Duarte acceder al gobierno (Y sentirse como tal) resultaban ser los mismos que de gente organizada, por ejemplo, dentro de una sola de las organizaciones de masas del FMLN - un poco más de 500 mil votos. Su política económica eran los famosos paquetazos, como es la receta neoliberal hacia el pueblo – y le servía así de máscara a unos 5 mil asesores norteamericanos en operaciones, cifras que serían blanqueadas recién bajo Bill Clinton. Pero así y todo, las masas populares organizadas en el FMLN no sufrieron ninguna crisis “de identidad”.
En algunas oportunidades, la grandeza de los pueblos y de sus dirigentes amados, equivocados o no, es tanto más notable cuando las cosas no salen bien. De tal manera, en 1989, al gobierno de Duarte sucedió el de ARENA, que gobernó el país hasta el mes pasado. Las dos últimas ofensivas guerrilleras - la primera mientras caía el Muro de Berlín en noviembre de aquel año – habían decidido al Departamento de Estado norteamericano que la hora de negociar en serio, finalmente había llegado.
La conexión entre esa tenaz memoria mediante el carisma de Mauricio Funes, se puede leer como otro de los grandes hitos del pueblo, al haber retomado el FMLN con audacia una proyección política de grandes mayorías que se venía adeudando a sí mismo desde 1983, en su prolongada metamorfósis histórica como partido, desde la clandestinidad hasta convertirse en garantía del sistema democrático.
El corazón de la lucha de masas instituido en sus organizaciones es, tal vez, esa mímesis que en los asuntos sociales asegura el vos soy yo y el yo soy vos, hasta que la vida nos añade su constatación política, o como diría Artur Rimbaud: yo es otro: y al cabo del tiempo todas las angustias de los trabajadores se pueden reducir a una sola certeza: nada les puede ahorrar el esfuerzo de su propia emancipación. El caracter del partido en 1983 era de vanguardia, y de ese modo se consolidó como una masa de resistencia. ¿Cuál es ahora, que será gobierno?
Shafick y la posguerra

El gran desafío del FMLN en la posguerra ha sido no caer en el canto de sirenas del fin de la historia y su licuadora de ideologías.
Las exequias dedicadas a Shafick Handal, en 2005, como no se habían visto desde los funerales de Monseñor Romero, pusieron de manifiesto no sólo que la historia seguía, sino que el pueblo sabía leerla por sí mismo y cuánto mérito en ello cabía al propio Handal, candidato presidencial derrotado un poco antes.
El candidato y ahora vicepresidente, el maestro Salvador Sánchez Cerén, era el menos adicto a lucir el verde olivo en la antigua comandancia del FMLN. Uno de los más señalados por su entrega al trabajo mientras era legislador; y, es presumible por lo demás, que su designación nos esté indicando otra hecho sabio: el de un partido de vanguardia que se ha sabido transformar en la retaguardia natural de las organizaciones sociales.
La Patria Grande de los pueblos ubicados al sur del Río Bravo, se encuentra en pleno proceso de refundación histórica. La mayor de las enseñanzas que de la trayectoria labrada por el FMLN pueden extraer los pueblos hermanos, al cabo de su compleja travesía, se refleja, en opinión de quien escribe, indicada en estos pensamientos:

“Bajo el mismo nombre de “revolución”, y muchas veces con las mismas palabras e idénticos temas de propaganda, se ocultan dos concepciones absolutamente opuestas. Una consiste en transformar a la sociedad de manera que los obreros puedan tener raíces; la otra consiste en extender a toda la sociedad el mal de desarraigo infligido a los obreros. No hay que decir o pensar que la segunda operación pueda ser jamás un preludio de la primera; es falso. Son dos direcciones opuestas que no se encuentran. ” ( ) Y en esta perspectiva advertida por Weil, uno puede hallar el cruce donde se reúnen el pasado de los artífices proletarios más originales que haya tenido Nuestra América y el futuro prometido a su actual gobierno democrático.
Coda setentista

Funes llega a la presidencia como resultado de un axioma político. La chinche que Carpio se agarró a mediados de los años sesenta, cuando el Che Guevara, nada menos que el Che, le hizo notar, como al pasar, que en El Salvador no había montañas.
La observación era topográficamente exacta, pero no tomaba en cuenta que Carpio no soñaba con montañas. No era ese su estilo y, encima, había logrado devolver la clase obrera a las filas del Partido Comunista y colocar a éste en el epicentro de la lucha de masas, mediante la federación de 41 sindicatos. “En El Salvador, comandante, las montañas van a ser las masas”, le dijo al Che.
De modo que, bajo tales premisas, la organización del pueblo hizo el resto. Y en el camino de ese arduo aprendizaje colectivo se descolgaron sobre El Pulgarcito todos los males habidos y por haber, pero jamás hizo nido en su seno la derrota.-
(*) Periodista de la ex – Radio Farabundo Martí. Escritor . Colabora en publicaciones Latinoamericanas

1-La Justicia de Nicaragua, cuyos tribunales se hicieron cargo del proceso criminal contra los asesinos de Mélida Anaya Montes, dictó el sobreseimiento de Carpio, procesado pos –mortem como “autor intelectual”. La instrucción del caso por la Policía Sandinista, igual que el comunicado oficial de la organización salvadoreña, guardan las huellas de un delicado momento para América Central.
La asonada ultraizquierdista contra el Gobierno revolucionario de Maurice Bishop en Granada y la invasión subsiguiente de tropas de los Estados Unidos durante el primer semestre de 1983, es una de esas circunstancias.
El crimen incalificable de la comandante Ana María, dejaba colocados al FMLN y a El Salvador en la misma perspectiva. La Revolución Sandinista ya lo estaba. Las generaciones futuras – y sobre todo el trabajo de sus historiadores - deberán producir el desagravio político pertinente, avisados: Nadie tiene la historia que quiere.

2-Simone Weil, Raíces del existir, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1952.

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